sábado, 2 de mayo de 2015

La armadura de Aquiles

Héctor regresó de la última batalla ensangrentado y azuzando a los caballos para confundirse con el veloz viento. Tiró las armas con desdén y entre ellas estaba el preciado trofeo del combate: las armas del propio Aquiles arrancadas con violencia del delicado cuerpo de Patroclo una vez abatido. Con presuroso paso se dirigió a sus aposentos donde Andrómaca esperaba impaciente y ansiosa. Los sirvientes cogieron las armas de Aquiles y las llevaron con los demás trofeos de guerra al cubículo donde se amontonaban pero nada más marcharse apareció Iris, mensajera de los dioses, bajo la figura de un troyano y cogió el escudo, el yelmo, la lanza, la espada, la coraza y las grebas de Aquiles. Se lo llevó a Hefesto y el dios se alegró enormemente en su corazón por tener las armas cuya vista infundía pavor y miedo en los combatientes. Volvía a tocar con sus rudas manos las armas que le había regalado a Peleo en los esponsales con la nereida Tetis. Era el regreso a casa de un conspicuo hijo errabundo. Dejó con delicadeza las armas en un lugar visible de la fragua y se puso a contemplar la figura de Aquiles lamentándose por la muerte de Patroclo. No había palabras para describir tanto dolor, la imagen de Aquiles mesándose los cabellos era suficiente para imaginarse el dolor que por dentro le devoraba. Y Hefesto se compadeció del orgulloso Aquiles. Sin previo aviso, como había hecho ya en otras ocasiones, se presentó Tetis y antes de que las palabras saliesen volando de su boca Hefesto ya sabía por qué venía. No hizo falta hablar. Hefesto asintió y Tetis se alejó jubilosa. Aquiles tendría unas nuevas armas dignas de él y de su destino.

(http://clasicas.usal.es/Mitos/hefesto.htm)

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