El cincel se deslizó por el
voluble bronce hasta delimitar el contorno de una ciudad y en sus entrañas
cobró vida la imaginación del artista. En torno al ágora se desplegaba la vida
en su plenitud: unos leían los edictos, otros los interpretaban, otros hacían
negocios con la palabra y la letra, otros discutían sobre las interpretaciones
y los negocios pero todos estaban involucrados en las vísceras de la ciudad.
Cada uno era un engranaje de la maquinaría política y todos se movían al ritmo
de la maquinaria. La ciudad había crecido asolando territorios vecinos, se había alimentado de la sangre de los enemigos durante mucho tiempo pero ahora habían transcurrido dos generaciones en paz y la ciudad empezaba a echar raíces como un olivo, raíces sólidas para un árbol sólido y fructífero. Los ciudadanos celebraban esponsales y lo festejaban durante días, procreaban alegres y convivían amistosamente, recibían a los extranjeros con prodigalidad, negociaban con ánforas, aceite o ideas pero echaban de menos el sabor del bronce afilado. Era una ciudad que disfrutaba de la tensa calma que precede a la tempestad porque el fuego de la avaricia recorría los territorios y se corría la voz de que allende los mares había una ciudad tan rica que las calles estaban pavimentas en oro. La fama de esta ciudad había llegado a todas las ciudades propagándose como un fuego encendido de colina en colina y las ágoras bullían. Todas las fraguas se encendieron y a ritmo de remos de galera y los forjadores de toda Grecia comenzaron a trabajar el bronce. La paz había llegado a su fin.
(http://www.comercioexterior.ub.edu/correccion/06-07/grecia/ciudades_principales.html)
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