Paris se quedó solo acompañado del hálito de las diosas y de la ninfa y como única demostración de la elección que había hecho el cinturón del amor. Se lo puso sobre la túnica y a su alrededor todo se difuminó convirtiéndose en un paraíso tan tentador como voluptuoso y desconocido. Pero estaba solo y alrededor todo era silencio. El paraíso era un lugar solitario, mudo, irresistible, inasequible. El paisaje se había paralizado como en un sueño hasta que el balido de las ovejas le recordó quién era, el pastor de los rebaños de Príamo, el príncipe Paris. Dejó el cinturón colgado de la saliente rama de un roble y guió al rebaño hacia Troya entonando una melodía que no recordaba dónde había aprendido. Los rapsodas reproducirían generaciones más tarde este ritmo con los bastones en sus declamaciones.
(eaimnetz.wordpress.com/2010/05/14/el-juicio-de-paris/)
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