El príncipe Héctor se separaba con cariño de los dedos de Aurora despidiéndose con sonrosados tonos. Y el sol de un nuevo día aparecía entre las colinas. Hefesto reanudó su trabajo en la fragua cincelando unas escenas bélicas que ya le eran familiares: guerreros aguijoneando a los caballos, hombres de pie firme aguardando la embestida de los carros, las lanzas cortando el aire en tiras de sangre, los escudos recibiendo el fiero golpe de las broncíneas espadas y los cadáveres amontonados en desorden en toda la llanura. Contrastaba con la pacífica calma que envolvía a Andrómaca en su lecho y con la placidez que cubría el sueño de Paris y Helena. Los príncipes troyanos saboreaban el placer de sentirse protegidos por Afrodita. Bajo su manto no temían a nada ni a nadie. Una algarabía madrugadora empezaba a llenar la ciudad mientras las puertas aún estaban abiertas. Y de todas partes llegaban campesinos que se convertirían en soldados, mercaderes que llegarían a ser hábiles arqueros y prostitutas que se quedarían para siempre en Troya. Los nobles se reunían a diario en el ágora para ejercitarse y Héctor no faltaba nunca a la cita. Príamo contemplaba orgulloso desde el balcón del palacio a su prole.
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