Con el suave bamboleo de la nave dejando atrás el ocaso, Dictis intentaba hundirse en las profundidades de Hipnos pero no lo conseguía. Dejaba tras de sí la paz de Creta mantenida con tesón en las últimas cinco generaciones, después de conseguir la soberanía del comercio marítimo; dejaba atrás una familia a la que nunca se había sentido demasiado apegado; dejaba atrás infancia y juventud y se adentraba en el tenebroso mundo de la guerra. Todo lo que sabía hasta entonces del reino de Ares era lo que había conseguido memorizar en los festivales poéticos que se celebraban anualmente, literatura. Ahora, sin embargo, junto a Idomeneo descansaban los guerreros cretenses ataviados para la festividad bélica que excita los ánimos. Los miraba y veía la antesala del templo de la muerte con las colosales estatuas de Discordia y Tumulto flanqueando la puerta de entrada. No podía dormir. Ares se acercó silenciosamente a él y con un suave soplo en sus oídos le infundió valor. Miró al estrellado cielo y las estrellas compusieron en su memoria un melodía que le recordaba el dulce recitado de los aedos. Así, recitando de memoria verso tras verso se fue acercando al borde del acantilado que lleva al sueño. Aún no había comenzado su narración de la guerra de Troya, no sabía que el frigio Dares haría lo mismo dentro de Troya. Los dioses modelaban la voluntad de los humanos mientras jugaban al cótabo y el vino que se derramaba por el suelo se mezclaba con el caudal de los ríos Escamandro y Simois. Los troyanos bebían el agua regada con vino divino y celebraban una fiesta ininterrumpida en un día más aguardando la llegada de los aqueos.
(http://teruisenores.blogspot.com.es/2008_08_01_archive.html)
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